Hacía justo una semana, que algunas de nosotras nos habíamos visto para asistir al taller de escritura narrativa en Calella, y lo cierto es que le vamos cogiendo gusto a este lindo pueblo costero, plagado de opciones de ocio y cultura.
Como es costumbre, esta vez en petit comité, nos fuimos primero a comer y nos encontramos que nuestro restaurante de referencia Malcuat, está de reformas. Ningún problema, pues enseguida encontramos, ya de camino hacía Pineda, La Casa de Austria.
BOGERIES DE BROOKLYN” De Paul Auster
YO
SOY LA MADRASTRA
Sí, yo soy la madrastra,
pero cuando lean mis circunstancias, podrán sacar conclusiones. Yo donde estoy
ahora lo veo todo con claridad.
Nací en los años veinte, en
una familia humilde, más bien pobre, en el barrio de la Sagrera. Yo era la
tercera de cinco hermanos y como pueden suponer, me tuve que ocupar de los
pequeños, además de ayudar a mi madre en cualquier tarea que a ella se le
ocurriera. Con seis años ya acompañaba a mi madre a limpiar la casa de unos
señores burgueses, que vivían en la zona alta de Barcelona, por allá San
Gervasio. Creo que eran industriales de una fábrica textil, Fabra y Coats, en
el barrio de Sant Andreu, donde de más mayor trabajé un tiempo enhebrando las
máquinas de hilar. Aprovechaban nuestros pequeños deditos para introducir el
hilo por el estrecho orificio de la aguja.
Nunca fui a la escuela y por
tanto nunca he sabido ni leer ni escribir. Tampoco mi madre me enseñó nunca a
hacer una caricia o dar un beso, porque era una mujer tirando a huraña, o
quizás no tenía tiempo y desde luego, todo aquello que no ves a tus mayores o
no te enseñan de pequeño, rara vez tú podrás luego realizarlo.
Y como ya saben, en el
treinta y seis estalló la guerra civil y mis recuerdos son de pasar mucha
hambre y muchísimo miedo. Mi hermana pequeña y yo dormíamos en la misma cama y
había noches que sonaban tantas veces las sirenas, anunciando los aviones
italianos y alemanes que venían a lanzar sus bombas, que ya no teníamos ganas
de bajar al refugio y nos escondíamos debajo de la cama sin importarnos que
aquella fuera nuestra última noche.
Los últimos meses de la
guerra ya no quedaba nada para comer y los rumores decían que en la estación de
Francia había trenes cargados de comida. Allí nos íbamos corriendo, pero la
mayoría de las veces volvíamos con las manos vacías o en el mejor caso, con
algún saco de avellanas.
Pasaron los años, y como
toda mujer, el objetivo era conocer un buen partido para casarse, un hombre que
te mantuviera y tú dedicarte a lo que las mujeres de la época se dedicaban, las
tareas del hogar. En eso mi hermana, aunque era tres años menor que yo, siempre
fue muy espabilada y se lo sabía montar. Ella me instruía en cómo debía
camelarme a un hombre, para sin que se diera cuenta, quedara atrapado.
Y así sucedió, que en la
fábrica donde ya empecé a tejer conocí a Pere. Enseguida nos gustamos y cuando
sonaba la sirena para hacer una parada para desayunar, nos encontrábamos en la
cantina y quedábamos para ir al cine o a bailar. En verano íbamos a la playa,
le gustaba mucho nadar. Y allí en la Barceloneta, nos dimos los primeros besos
y caricias. Estuvimos festejando dos años y ya hacíamos planes para algún día
casarnos. De hecho ya lo había llevado a casa y lo conocía toda mi familia.
Pero el destino es cruel, y
un desafortunado día, él estaba limpiando y engrasando unas maquinas y algo
funesto se descolgó y quedó atrapado entre hierros pesados que le fracturaron
la columna. Sonaron todas las alarmas y lo llevaron de inmediato al Hospital
Clínico. Estuvo ingresado muchos meses. Pudieron salvarle la vida, pero no sus
piernas. Quedó parapléjico en una silla de ruedas. Yo al principio iba a verlo
muchos días al salir de la fábrica, pero a medida que iba pasando el tiempo y
supimos cómo había quedado, mi madre emitió una sentencia. ¿Qué harás con un
inválido? Lloré mucho y me desesperé. Lo fui a ver una última vez ya en su casa
y él mismo, presintiendo mis dudas y remordimientos, me dijo que me olvidara de
él.
Transcurrió el tiempo, y
aunque se me habían quitado las ganas de frecuentar con hombres, ya saben,
marinos norteamericanos en el bar Cosmos, abajo en las Ramblas, una tarde de
domingo mi hermana me animó para que la acompañara a bailar a Piscinas y
Deportes.
Y cuando llevaba un buen
rato observando a las parejas como bailaban bien agarraditas, escuché una voz
melodiosa que me pedía para bailar. Me miró a los ojos y yo le extendí mi mano.
Olía a colonia Varón Dandy. Vestía impecable, un traje gris merengo. Sus
modales eran de un auténtico caballero. Enseguida intimamos. Cuando lo vio mi
hermana, me dijo que no me lo dejara escapar.
A los pocos días de salir,
me confesó varios temas importantes. Era joyero, viudo, tenía tres hijas, la mayor de 18, la
mediana de 7 y la pequeña de 4. Vivían todos con la suegra en un piso por Plaza
de España. También me dijo que estaba saliendo con una chica de Vallfugona,
pero que su relación no acababa de funcionar. Aunque todas estas noticias me
echaron para atrás, continuamos frecuentando la cama. Era un amante excelente.
Yo me lo pasaba genial con
él, pero sin ninguna perspectiva de futuro. No tenía seguro si alternaba con la
otra y tampoco me emocionaba el panorama que me había descrito. Para ser
sincera, jamás me han gustado los niños. Ya tuve suficiente con mis hermanitos.
Pasaron los meses y un buen
día me di cuenta de que no me bajaba el periodo. Yo ya tenía unos añitos, pero
no tenía la seguridad de que todavía fuera fértil. Pedí hora al médico y me
confirmó que estaba embarazada. Lo comenté en casa y mi hermana se puso a
aplaudir. Mi madre organizó una comida familiar y lo invitamos con el fin de
comunicarle la noticia. Estábamos todos, mis hermanos mayores también. El pobre
se quedó helado. Pero antes de que se marchara, nos dijo que cumpliría con sus
obligaciones y que no me iba a dejar sola.
Y una tarde de domingo, me
llevó a su casa y me presentó a toda su familia. También vinieron sus amigos
íntimos que vivían enfrente. El piso era más pequeño de lo que yo había
imaginado. Además una habitación la ocupaba su taller de joyería dónde él y sus
operarios elaboraban unas hermosas piezas de oro. El recibimiento, sin ser
hostil, no fue como para tirar cohetes. Se oían rumores por todas partes y las
niñas me miraban como un bicho extraño. La anciana, me dijo que me lo pensara
bien antes de dar el paso. Pero ¿qué otra alternativa tenía?
A los pocos meses nos
casamos en la parroquia de mi barrio. Estuve arropada por toda mi familia. Algo
sucedió en medio de la ceremonia. Se escuchó un chirrido y la pesada puerta de
la iglesia se abrió y entró una muchacha. Los rumores comenzaron cuando todo el
mundo se giró para ver quien entraba. Era la ex novia de Vallfugona, que venía
a cerciorarse de que ya no había vuelta atrás. Pobrecilla, estaba enamorada.
Nos fuimos un par de días a
la Costa Brava, como viaje de novios, y a la vuelta ya me instalé en su casa
con lo puesto. Tuvieron la delicadeza de sacar el cuadro enorme de la
fotografía de su anterior y amada esposa, que coronaba la cama de matrimonio, y
lo colgaron en la habitación donde dormían las niñas. Por supuesto, la suegra
marchó a vivir a casa de su otra hija en la calle Hospital.
Y llegó el lunes y me tuve
que integrar en la familia. La hija mayor continúo ocupándose de sus hermanas y
yo de ir a hacer la compra y cocinar. Enseguida me di cuenta que todo aquello
me venía grande. Llegó la hora de comer y mi marido salió de su taller de
joyería y se sentó a la mesa. Las niñas pequeñas ya estaban con sus batitas
azules, preparadas para ir al colegio y se despidieron de su padre dándole un
beso. A mí ni me miraron. Su padre las paró y les dijo: —Nenas darle un beso a
María, que a partir de ahora será vuestra madre. Yo sin pensarlo ni un momento,
agobiada como estaba, sintiendo las patadas en mi vientre del hijo que
esperaba, solté: —Yo plato de segunda mesa no soy, y que quede claro que estas
no son mis hijas y nunca lo serán. Un silencio sepulcral reinó en la estancia.
A los pocos meses nació mi
hijo. Un varón precioso que llenó de gozo a mi marido, pues sólo había tenido
niñas y siempre lo había deseado. Para acallar las malas lenguas, además era
clavado a él. Yo no podía con todo, ni mucho menos. La mayor se puso a trabajar
de dependienta en una joyería donde conocería a su futuro marido. Vino entonces
a ayudarme una vecina de la escalera que ya en vida de la antigua mujer,
entraba a hacer las tareas más pesadas de la casa, limpiar, hacer lavadoras,
etc.
Tengo que reconocer que
todas se volcaron en darme apoyo, pues el niño era un encanto. Los niños son
inocentes y se relacionaba con sus hermanas de maravilla. Fui yo que lo quise
educar como mi madre había hecho conmigo, con las mismas manías y prejuicios.
Esto generaba discusiones, burlas y risas por parte del resto de la familia. Yo
no daba al abasto con todo y tal como dije aquel desafortunado primer día,
separé la familia “tus hijas y mi hijo”. Ahora soy consciente que nunca
acompañé a ninguna a comprarse un vestido o a llevarlas al médico. Para eso ya
estaba la hermana mayor e incluso su padre tal y como habían hecho desde que
falleció la madre.
Nuestra relación de pareja
también se fue enfriando porque yo jamás estuve a la altura. Mi marido era un
intelectual, un artista nato. ¿Qué conversaciones podíamos tener? ¿De qué temas
podíamos hablar? Yo ni siquiera sabía leer ni escribir. Tampoco tuve la
intención de aprender, ni cuando mi hijo empezó a ir al colegio. A él también
lo avergonzaba y cuando yo metía la pata en preguntas como qué era más grande,
Paris o Francia. Se reía y decía, mi madre es algo campesina.
Transcurrieron los años, la
mayor se casó y marchó de casa, las otras encontraron trabajo y hacían su vida,
y mi marido se dedicó a sus múltiples hobbies, poesía, fotografía, y por
supuesto su oficio de joyero, que ahora ya no lo hacía en la habitación del
taller, porque una empresa lo contrató a él y a sus operarios. Aquella casa se
convirtió en una especie de pensión, donde la gente solo venía a comer y
dormir. Mi marido continúo teniendo relación con toda la familia de la madre de
las niñas, pero a medida que yo les abría la puerta con el delantal puesto y
cara de póker, dejaron de venir. Y es que era mi carácter, no lo hacía con
malicia. Me estaba volviendo como mi madre.
Ahora sé que todo está
escrito y una tarde calurosa del mes de Julio, mi marido se levantó de la cama
de hacer la siesta, como era su costumbre, y se marchó a comprarse unas
zapatillas. Al día siguiente nos íbamos todos a una excursión, organizada por
el club de la empresa donde trabajaba la mediana. Yo estaba en la galería
tendiendo una lavadora y sentí primero que introducía la llave en la cerradura
y a continuación un golpe seco y un susurro. Corrí al recibidor y encontré a mi
marido estirado en el suelo con la frente sangrando. Solo pude escuchar un
susurro que no entendí. Falleció en el instante. Salí corriendo a pedir auxilio
a los vecinos y en ese momento, llegaba mi hijo del instituto y vio a su padre allí
muerto. El mundo se me vino abajo.
A pesar de que las hijas se
ocuparon de solucionar todo el papeleo, yo tenía un miedo terrible de cómo
íbamos a vivir. Cobré una suma importante del seguro de la casa, por accidente
en el hogar, dinero que duró poco porque mi hermana, que estaba acostumbrada a
venir a casa y pedirle dinero a mi marido, ya se encargó de sonsacarme una
buena suma. Además me dejó bien claro, que a partir de ese momento, yo era la
dueña de todo y así se lo tenía que transmitir a las chicas. Un día, cuando
ellas estaban trabajando, vino y empezó a revolver los cajones del taller.
Encontramos todas las joyas de la familia y ella se encargó de venderlas y o empeñarlas.
Este hecho fue el detonante
para que las muchachas buscaran un piso y se fueran de casa. Yo me quedé sola
con mi hijo, y entre la educación que le di y el trauma que le causaría la
muerte de su padre, jamás se puso a trabajar y vivió conmigo, hasta que yo
también ya anciana, marché a este espacio atemporal donde nos une la consciencia
y puedes reflexionar de todos los hechos de tu vida. Mi marido y su amada
esposa están en un plano superior para almas más evolucionadas.
Roser
Lorite
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